
Y quién dijo qué en la vida real las princesas no se enamoran de los sapos. Conozco una historia, una historia de la vida real, imágenes que pude ver en la palma de mi mano. Ella vivía perdida en un mundo de espejismos, de falsas promesas, de rostros bellos que no coincidían con los sentimientos. Cuerpos perfectos con armaduras de oro y corazones de piedra. Carrozas adornadas entre el brillo de la esmeralda y el diamante, con asientos en terciopelo rojo, pero tan fríos como para desgarrar la piel. Una noche inesperada, en su celebración de cumpleaños, hadas, duendes y mariposas decidieron llevar a la solitaria y vacía princesa a una fiesta sorpresa junto al lago de la casa del ermitaño. Aquel día la princesa venía de compartir un poco de polen con su mejor amiga la mariposa azul, junto con la leona de la montaña y su marido el conejo tristón. La princesa no imaginaba que ese día encontraría en unos ojos pardos la mirada que la acercaría a un paso de ser una verdadera princesa. Porque ser una princesa, no es llevar corona, no es tener un padre rey, no es tener un príncipe como hermano, vestir los trajes más bellos y viajar en alas doradas de una paloma. Ser princesa es lo que descubrió esa noche nuestra niña de la ciudad Zara. La fiesta empezó, del lago brotaban burbujas que cuando reventaban dejaban escuchar el canto de los peces. La princesa miraba, reía y celebraba, pero tan vacía como siempre. De repente, su amiga la osa de la montaña llega acompañada con un joven sapo nacido en el mes de julio, la princesa lo miró, nada sintió. El sapo verde, con verrugas junto a sus labios, parecía más preocupado por comer las moscas que pasaban por el aire que por saludar a nuestra princesa. Ella parecía confundida en la noche, y buscaba como en cada día un bello príncipe que la llevará de su mano a un mundo de felicidad eterna. Un salto sacó a la princesa de su pensamiento, era el sapo que había caído sobre el vestido blanco, para decirle “feliz cumpleaños”. Fue como un hechizo, una bebida embrujada, el cáliz de la mano de Dios, cuando la princesa sólo quiso sonreír y besar sus labios. La metamorfosis esperada llegó. Esta historia tuvo un final diferente, el sapo no se transformó en príncipe, pero la princesa si se transformó en un verdadero ser humano, al contemplar la belleza más allá de la forma, y entendió lo que era ser diferente, lo que significa ser princesa. Ser una estrella capaz de iluminar de amor sin importar a quién, ver lo que los demás no pueden ver. Amar la belleza mágica que oculta la sombra de la envidia de los demonios. Ahora la princesa vive feliz, junto con el sapo, en la casa que compraron al ermitaño junto al lago de la felicidad.
Escribo la historia para mandarla con el avestruz a la casa de la mariposa azul, como una enseñanza para las siguientes generaciones de la ciudad de Zara.