domingo, 24 de febrero de 2008

PROMESA DE AMOR (Cuento de mi autoria)


Que gusto saber que estas ahí. Como esperé este momento. Casi no puedo verte ahora, pero te puedo oler. Recuerdo tu olor a hombre, tus aromas cítricos recorriendo mi cuerpo, casi te puedo sentir. Acaricio la madera como si fuese tu piel. Me acongojo aquí sentada junto a la ventana como cuando entre tus músculos me estrujabas. Como cuando me sentía una mujer amada a tu lado, ¿recuerdas?

Era un sábado tres de septiembre, hace tres meses. La noche brillaba, las estrellas parecían luciérnagas pegadas sobre una gran cortina negra. Aún puedo recordar el anochecer que me enseñaste esto, aquella noche calurosa que fue la primera vez que sentí que te amé. Tus labios de tono rosa, brillaban como el cristal. Tus cabellos negros caían sobre tus gruesas cejas, ocultando los enormes ojos negros azabache que se enmarcaban por largas pestañas. Aquella noche en que me dijiste, “¡Las estrellas!, no creo que en realidad sean lo que dicen, estoy seguro que son luciérnagas que han volado muy alto y han quedado pegadas en la gran cortina a la que llamamos cielo”. Esa misma noche en que tus labios juguetearon como niños entre los dedos de mis pies, mientras yo reía sin parar. Noche aquella en la que con un gesto de gracia, sacaste tus zapatos y medias, y con una tierna y maravillosa mirada me dijiste, “si me dejas besar tus deditos te regalo los míos”.

¿Te acuerdas que más dijiste?, ¿recuerdas que esa misma noche prometiste que me amarías para siempre? Esa noche te creí, te creí de verdad. Me juraste que estarías conmigo por siempre y te creí. Que entupida fui. Los hombres siempre prometen que te amaran toda la vida y siempre son promesas.

Te amaba, te amo y te amaré. Tú eres mi razón de ser. Contéstame… ¡contéstame!, por qué apuñalaste mi corazón, por qué me dejaste sola. Por qué me cambiaste. Qué tenía ella que yo no tuviera. Te entregue mi cuerpo, mi alma, mi corazón y sólo quería un poco de tu amor. No te pedía un imposible. Deseaba que cumplieras tu promesa, que amaras para siempre, por qué me lo prometiste si no lo ibas a hacer. ¡Eres un mentiroso!, pero aún así, te sigo amando.

Ahora, me siento feliz de que hayas vuelto a mi lado. Perdóname por no acercarme, pero no me siento bien, aunque estoy feliz de verte ahí, con el traje negro con el que te conocí, en tu silla preferida. Sonrió en silencio al recordar la primera vez que viniste a mi cuarto y te sentaste en la incomoda silla de metal, junto al gran oso blanco. El señor oso te ha extrañado también, no deberías mirarlo así, levanta la cabeza para que pueda verte bien, ¿qué te pasa mi amor?, ¿acaso tienes sueño? ¡Te he dicho que te levantes!, llevas mucho tiempo ahí sentado. Levántate mi vida, yo sé que puedes. Ponte de pie y cúmpleme la promesa de amarme hasta el día de mi muerte. ¡Te ordeno que me mires!, ¡mírame!

Té te lo buscaste. Tú lo quisiste. Eso era lo que te merecías, estar ahí sentado, con los gusanos brotando de tu boca, con el estómago hinchado. Con ese olor, olor a ti, olor a tumba. Con tus preciosos ojos negros, secos entre el blanco y rojo. Con los dientes pegados a los labios y tus mejillas moradas y adheridas a tu cráneo. ¡Sabes!, no me importa, igual te amo. Esa bala que llevas en el corazón será por siempre el símbolo de mi amor eterno. Ya ves, yo si te puedo cumplir mi promesa.

Mi amor, quiero besarte, quiero sentarme de nuevo en tus piernas. Estoy mareada y algo cansada. Ese rayo de sol que entra por esta ventana e ilumina tus zapatos negros, tómalo como la luz de mi amor, como el beso de mi despedida. Deseo infinitamente fundir mis labios con los tuyos en una última caricia, pero no puedo.

No puedo pararme. Los dedos de mis pies saltan aún humedecidos en sangre sobre el asfalto. ¡Mi amor!, ya no tengo deditos, me gustaba cuando los besabas. ¿Los quieres de nuevo?, aquí los tengo en mi mano, ¡tómalos!, te los regalo como una muestra más de mi sentimiento. Yo, desde hace un mes llevo los tuyos en el bolsillo de mi falda… ¡tómalos! Hazlo rápido, no puedo sostener mi mano. Amor mió, tómalos…

viernes, 22 de febrero de 2008

ESCRIBIR PARA TI...

Escribir para ti. Hace mucho no lo hacia, escribir con una intención que brota desde el alma, desde un no sé que, que habita en las inmediaciones del pecho y que tiene la capacidad para recorrer el cuerpo. Escribir inseguro, a unos ojos que he visto en la distancia, una voz que se pierde en mis recuerdos, y unos besos que he probado en el horizonte pero que no han sido para mis labios. Escribirte a ti, sin saber quién te escribe, quién te piensa, e incluso te sueña. Escribir a ciegas con la única intención de llamar tu atención, de encontrar el sentido de tus palabras, la razón de tu vivir, la motivación para respirar, el por qué de tus lágrimas, y la acción más certera para dibujar un arcoiris en tu sonrisa. Escribir sin escribir, porque cuando el alma habla, el corazón la oprime, la razón duerme y las silabas se entrelazan unas a otras, formando capsulas, frases, recorrido de letras que no es siquiera una millonésima parte de lo que hablaría el calor de mi piel y la profundidad de mis ojos. Escribirte sin mirar, sin sentir, con los sentidos perdidos en tu imagen, en tus tonos claros y rojizos, escribir en tu piel como quien lo hace en un lienzo que no es suyo. Escribir para alguien, libre como el viento, fugaz como la felicidad e insensible ante mi, ante mi existencia. Escribir inseguro, escribirte a ti, escribir a ciegas, escribir sin escribir, escribir sin mirar, sin sentir, escribirle a alguien… es escribir para ti.

miércoles, 20 de febrero de 2008

LAS 10:21 P.M.


Son las 10:21 pm. Los ruidos de la calle se han hecho inaudibles para mi, tan sólo gira una y otra vez la misma canción, “Hoy necesito que me abraces fuerte por encima de los miedos y prejuicios que alcances ya los huesos y me despiertes lejos de esta torpe selva fin de siglo”.

Mis ojos están fijos en el teclado como intentando hablarte, tocarte y con sinceridad mirarte. Hoy es un día especial. Lo que siento es diferente, no es aquel sentimiento que un momento proclame. En mi vida aunque no lo acepte hay alguien más, un alma confusa, compleja, llena de preguntas y con tanto miedo que unido al mío podría destruirnos de una vez y para siempre. No sé porque lo siento, perdóname, no quiero que nos hagamos daño, pero tu lejanía me ha hecho sentirme solo, perdido en un mundo de sombras, de manos que luchan por tomar la mía. En medio de mi desespero, de una agonía tal como si estuviese abandonado en medio del mar, he conocido a través de la distancia esta alma nueva, de piel blanca, cabellos castaños, ojos entre el marrón y el negro. Un espíritu que sin estar presente materialmente me acompaña cada mañana y para el cual yo tengo un significado, que a veces se transforma en canción, algunas en un apodo incoherente y otras tantas se disfraza en medio del teclado en llanto y sonrisas.

No es tu culpa que las cosas estén cambiando, que nuestros corazones, o al menos el mío este dejando de latir con la misma rapidez. Es la vida quien nos separa. Esa misma que nos hizo diferentes, incapaces de amarse frente al mundo, esa misma que te dio una vida que te aleja en tiempo y espacio de mi. Esa vida injusta, hipócrita y maldita que me a condenado como un vampiro a amar entre las sombras, a acariciar con un horario definido, y como un cuento aquel que transforma caballos en ratones, ha trasformado el fuego que ardía en mi interior en una llama tenue que se salpica día a día del más frío granizo que brisa sobre ella.

Ahora podrás entender la duraza de mis palabras al colgarte, pues con miedo debo decir que aquel hilo invisible que tantas veces mencionamos nos unía, se ha hecho, como por un embrujo, en un hilo fino y material que se desgasta entre mis labios, que se rompe en cada uno de los toques que las puntas de mis dedos inflingen a las teclas. Un hilo que esta noche espira sus últimos restos de vida. Que mientras sigo aquí sentado frente a la pantalla, se debilita hasta que con el toque de mi respiración entre cortada, que poco a poco en el avanzar de los minutos va desapareciendo… hasta este momento sublime en el que una gota de cristal firme como el acero pero tan ligera como un pétalo desciende arrítmicamente sobre mi mejilla, para caer en un golpe fatal entre los restos de aquella invisibilidad mágica que alguna vez nos unió.